Por Alejandro Alminco Ayala |
@Nobelalmerth
Después
de leer Cien años de soledad, lo
primero que pensé fue qué hubiera sido del mundo sin la literatura y qué hubiera
sido de América Latina sin Cien años de
soledad. ¿Se hubiera acaso inventado otra manera de darle relevancia a la
literatura latinoamericana? Con esto no quiero desmerecer las obras literarias
que se han escrito antes de Cien años de
soledad como son: “Caballo en el
Salitral”, de Antonio Di Benedetto; “Operación
masacre”, de Rodolfo Walsh; “On
Oloop”, de Juan Filloy; “El jardín de
los senderos que se bifurcan”, de Borges; “Viaje a la semilla”, de Alejo Carpentier; “El señor presidente”, de Miguel Ángel Asturias; “El túnel”, de Ernesto Sábato; “La muerte de Artemio Cruz”, de Carlos
Fuentes; entre otros autores que publicaron antes de la obra cumbre de Gabriel
García Márquez; y que ya desde entonces el florecimiento de la literatura de
nuestro continente empezaba a tomar relevancia con sus propias voces, que luego
fue afirmado con la publicación de Cien
años de soledad en 1967.
La
experiencia que viví al leer Cien años de
soledad fue única e incomparable que
me macondizó conforme iba sumergiéndome en la magia de esta historia e iba borrando
lo real con lo mágico. Ya antes de leer esta obra imaginaba a Gabriel García
Márquez hace 48 años atrás, sentado en su escritorio dando forma y vida a sus cientos de
personajes que luego serían protagonistas de esta historia que inicia con la
fundación de Macondo en una valle pantanoso por José Arcadio Buendía y Úrsula
Iguarán junto a una treintena de personas; y culmina con la desaparición de
Macondo y el último Aureliano de la estirpe de los Buendía luego de cien años.
Me
quedé adherido con el libro, sin importar sueño o hambre que me pudieran alejar
de la lectura, y dentro de ella me imaginaba ver a Remedios, la bella ascender
al cielo en cuerpo y alma mientras tendía una sábana en el jardín de la casa; fui
invisible junto a José Arcadio Buendía en la habitación de Melquíades; observé
la increíble reproducción de los animales de Petra Cotes; fui habitante en la
casona de Macondo que acoge a la familia de los Buendía desde el inicio hasta
al final de los cien años; caminé por el corredor de la Begonias donde Rebeca y
Amaranta purifican sus rencores; visité en su triste laboratorio al coronel
Aureliano Buendía, quien vive preso en el círculo vicioso de convertir monedas
de oro en pescaditos de oro; y oía tratando de entender las palabras en latín
que pronunciaba el patriarca José Arcadio desde el castano al que está amarrado
víctima de una lúcida locura.
Pedro Luis Barcia, manifiesta
sobre el curso de la historia de Cien
años de soledad, que “…la peste del insomnio de la ficción se desborda
sobre la realidad y le alcanza al lector, quien ya no podrá dormir hasta tanto
no llegue a la página final de esta ficción, por lo que ha caminado en medio de
un sueño lúcido”. Un sueño lúcido que tuve la oportunidad de vivir el último
día que me senté a leer el libro hasta altas horas de la madrugada sin ganas de
conciliar el sueño.
Es así entonces que si queremos
seguir comentando sobre Cien años de
soledad, ésta página no tendría final, ya que luego de más de cuatro
décadas de su publicación aún se siguen realizando estudios sobre esta
importante obra. Antes de interrumpir este texto me quedo con esta frase de
Gabo; “El mundo habrá acabado de joderse el día en que los hombres viajen en primera
clase y la literatura en el vagón de carga”.
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