Por
Alejandro Alminco Ayala | @Nobelalmerth
En memoria
de Rómulo Palacín Pérez, mi gran amigo, promoción de aula, con quien libramos
tantas aventuras desde niños; y que ahora descansa en paz.
Oliver Sacks, científico inglés,
escribió en una oportunidad lo siguiente: “Cuando la gente muere, no puede ser
reemplazada. Dejan agujeros que no pueden ser llenadas, pues es el destino de
cada persona el ser un individuo único, encontrar su propio camino, vivir su propio
camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte”.
Las líneas que aquí escribo tal
vez no serán suficientes para rendir homenaje a un amigo con quien compartimos
sueños, victorias, desavenencias de la vida, y tantos momentos grandes y
pequeños que tienen la misma magnitud y el mismo peso del recuerdo. Homenaje
que tal vez debí hacer aquel día cuando tuvo que partir en contra de su propia
voluntad de este mundo, luego de haber decidido seguir el camino de los que se
comprometen por devolvernos la paz, de los que toman las armas para promover la
no violencia y luchar contra aquellos que representan un riesgo para nuestra
integridad; ese camino decidió Chinto, y eso siempre le caracterizó desde muy
niño, yo lo recuerdo muy bien. E insisto, que estas cortas palabras no bastarán
para hablar de un gran soñador, que convirtió su existencia en la historia de
una corta vida, pero trataré de describir los momentos más resaltantes que
vivimos aquellos años que nos tocó enfrentarnos a las carpetas, libros e intensas
jornadas de estudio en la primaria y gran parte de la secundaria, allá en esa
tierra tan lejana que es Puerto Súngaro.
La noche que nos conocimos tal
vez no fue lo más adecuado, y siempre recuerdo ese episodio cuando los niños de
ese entonces solíamos jugar la “peguita” en el único muro que está en la
entrada de Puerto Súngaro, y que en esos años era el centro de reunión de todos
los muchachos de nuestra generación. Digo que tal vez no fue lo más adecuado,
porque recuerdo aquella noche – y lo recuerdo como si fuera ayer – cuando
jugábamos la “peguita”, y yo en un descuido sin intención ninguna empujé al
vacío a Chinto hasta causarle una herida en la rodilla, claro yo aún no sabía
quién era él. Al ver sangrar a Chinto, los que también eran parte del juego
creyeron que el empujón había sido un acto de venganza por ser yo quien siempre
perdía en el juego, al ver que todos me señalaban con el dedo tuve que coger
mis sandalias y correr con los pies descalzos en busca de refugio mientras era
perseguido por más de 20 muchachitos en busca de venganza por haber herido a su
amigo. Y en ese grupo de perseguidores también estaba Chinto, quien a causa de
la herida hacía el esfuerzo por correr.
Quién diría que después de ese
episodio tejeríamos una amistad que supo romper con las barreras del tiempo y
que a veces nos sentábamos a recordar entre risas y carcajadas el episodio de
esa noche que le había dejado una pequeña cicatriz en la piel, a la cual el
siempre decía: este es la marca de nuestra amistad. Nos volvimos inseparables
desde aquella vez que pisé las aulas de la escuela para empezar a cursar el
tercer grado de primaria, escuela que la hicimos nuestra, con la cual siempre
nos identificábamos, y que conforme nos íbamos conociendo íbamos también
convirtiéndonos en los aventureros mataperros de nuestro pueblo, que por ese
entonces aún era pequeño, pero no insignificante.
Durante las épocas de escuela,
nuestras palomilladas no tenían fronteras y en algunas ocasiones el profesor
solía castigarnos manteniéndonos de rodillas con los brazos alzados por un
lapso de media hora en una esquina del salón frente a la mirada burlona y
perpleja de todos nuestros compañeros, pero ni aún así dejábamos de molestar a
las mujercitas del aula. Claro, que a pesar de muestras travesuras no descuidábamos
nuestro lado académico. Y yo recuerdo muy bien que Chinto tenía una pésima
caligrafía, que muchas veces lleno de vergüenza tuvo que cargar casi toda la
primaria un cuaderno de triple raya por obligación del profesor.
Así pasamos nuestra vida escolar
en primaria, y conforme nos íbamos acercando a la secundaria, nos íbamos dando
cuenta que ya no éramos los mismos de antes, que habíamos crecido un poco más
de lo imaginado; pero confieso que ni la etapa de la pubertad y adolescencia
hizo que dejemos de ser grandes amigos.
Ya en el colegio tuvimos que
juntos que enfrentarnos a nuevos maestros de aula, quienes eran más exigentes. A
veces teníamos tal vez la mala suerte de enamorarnos de la misma mujer, y
cuando eso sucedía apostábamos por saber quien enamoraba más rápido. Claro a
veces él ganaba, a veces yo.
Al culminar el tercer grado de
secundaria Chinto tuvo que irse, me lo había advertido en reiteradas
oportunidades. Se había ido a la capital
a prepararse mejor allá. Siempre solía decirme que él un día seguiría la vida militar, en partes lo
creía, en partes no. Recuerdo que siempre regresaba a Puerto Súngaro aprovechando
incluso las mínimas vacaciones que su colegio en la capital le daba. Y cuando
nos encontrábamos nuestro saludo siempre empezaba con un gran abrazo, y luego
terminábamos hablando de todo, comparábamos las enseñanzas que recibíamos: yo
en el colegio de Puerto Súngaro, y él en el colegio de Lima. Pero al final se
dejaba vencer por mis conversaciones y nos dábamos que nos encontrábamos
hablando de literatura.
Así fue, así pasaban los años. Y cuando
terminé la secundaria, tuve que dejar Puerto Súngaro. Chinto ya había dejado de
venir al pueblo. Habíamos perdido el contacto, pero jamás la distancia pudo
borrar los recuerdos. Solo a veces oía decir que Chinto había logrado ingresar
a la vida militar, me llenó de emoción. Por otro lado yo luchaba por culminar
una carrera universitaria.
Nos encontramos hace dos años, nos divertimos
como dos adolescentes de esos años, conversamos de todo. Y ahora extrañar se
vuelve pesado. Jamás imaginamos que la muerte le estaría esperando en la otra
esquina.
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