domingo, 5 de abril de 2015

A “Chinto”, por esos momentos imborrables

Por Alejandro Alminco Ayala | @Nobelalmerth
En memoria de Rómulo Palacín Pérez, mi gran amigo, promoción de aula, con quien libramos tantas aventuras desde niños; y que ahora descansa en paz.
Oliver Sacks, científico inglés, escribió en una oportunidad lo siguiente: “Cuando la gente muere, no puede ser reemplazada. Dejan agujeros que no pueden ser llenadas, pues es el destino de cada persona el ser un individuo único, encontrar su propio camino, vivir su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte”.
Las líneas que aquí escribo tal vez no serán suficientes para rendir homenaje a un amigo con quien compartimos sueños, victorias, desavenencias de la vida, y tantos momentos grandes y pequeños que tienen la misma magnitud y el mismo peso del recuerdo. Homenaje que tal vez debí hacer aquel día cuando tuvo que partir en contra de su propia voluntad de este mundo, luego de haber decidido seguir el camino de los que se comprometen por devolvernos la paz, de los que toman las armas para promover la no violencia y luchar contra aquellos que representan un riesgo para nuestra integridad; ese camino decidió Chinto, y eso siempre le caracterizó desde muy niño, yo lo recuerdo muy bien. E insisto, que estas cortas palabras no bastarán para hablar de un gran soñador, que convirtió su existencia en la historia de una corta vida, pero trataré de describir los momentos más resaltantes que vivimos aquellos años que nos tocó enfrentarnos a las carpetas, libros e intensas jornadas de estudio en la primaria y gran parte de la secundaria, allá en esa tierra tan lejana que es Puerto Súngaro.
La noche que nos conocimos tal vez no fue lo más adecuado, y siempre recuerdo ese episodio cuando los niños de ese entonces solíamos jugar la “peguita” en el único muro que está en la entrada de Puerto Súngaro, y que en esos años era el centro de reunión de todos los muchachos de nuestra generación. Digo que tal vez no fue lo más adecuado, porque recuerdo aquella noche – y lo recuerdo como si fuera ayer – cuando jugábamos la “peguita”, y yo en un descuido sin intención ninguna empujé al vacío a Chinto hasta causarle una herida en la rodilla, claro yo aún no sabía quién era él. Al ver sangrar a Chinto, los que también eran parte del juego creyeron que el empujón había sido un acto de venganza por ser yo quien siempre perdía en el juego, al ver que todos me señalaban con el dedo tuve que coger mis sandalias y correr con los pies descalzos en busca de refugio mientras era perseguido por más de 20 muchachitos en busca de venganza por haber herido a su amigo. Y en ese grupo de perseguidores también estaba Chinto, quien a causa de la herida hacía el esfuerzo por correr.
Quién diría que después de ese episodio tejeríamos una amistad que supo romper con las barreras del tiempo y que a veces nos sentábamos a recordar entre risas y carcajadas el episodio de esa noche que le había dejado una pequeña cicatriz en la piel, a la cual el siempre decía: este es la marca de nuestra amistad. Nos volvimos inseparables desde aquella vez que pisé las aulas de la escuela para empezar a cursar el tercer grado de primaria, escuela que la hicimos nuestra, con la cual siempre nos identificábamos, y que conforme nos íbamos conociendo íbamos también convirtiéndonos en los aventureros mataperros de nuestro pueblo, que por ese entonces aún era pequeño, pero no insignificante.
Durante las épocas de escuela, nuestras palomilladas no tenían fronteras y en algunas ocasiones el profesor solía castigarnos manteniéndonos de rodillas con los brazos alzados por un lapso de media hora en una esquina del salón frente a la mirada burlona y perpleja de todos nuestros compañeros, pero ni aún así dejábamos de molestar a las mujercitas del aula. Claro, que a pesar de muestras travesuras no descuidábamos nuestro lado académico. Y yo recuerdo muy bien que Chinto tenía una pésima caligrafía, que muchas veces lleno de vergüenza tuvo que cargar casi toda la primaria un cuaderno de triple raya por obligación del profesor.
Así pasamos nuestra vida escolar en primaria, y conforme nos íbamos acercando a la secundaria, nos íbamos dando cuenta que ya no éramos los mismos de antes, que habíamos crecido un poco más de lo imaginado; pero confieso que ni la etapa de la pubertad y adolescencia hizo que dejemos de ser grandes amigos.
Ya en el colegio tuvimos que juntos que enfrentarnos a nuevos maestros de aula, quienes eran más exigentes. A veces teníamos tal vez la mala suerte de enamorarnos de la misma mujer, y cuando eso sucedía apostábamos por saber quien enamoraba más rápido. Claro a veces él ganaba, a veces yo.
Al culminar el tercer grado de secundaria Chinto tuvo que irse, me lo había advertido en reiteradas oportunidades. Se había ido  a la capital a prepararse mejor allá. Siempre solía decirme que él  un día seguiría la vida militar, en partes lo creía, en partes no. Recuerdo que siempre regresaba a Puerto Súngaro aprovechando incluso las mínimas vacaciones que su colegio en la capital le daba. Y cuando nos encontrábamos nuestro saludo siempre empezaba con un gran abrazo, y luego terminábamos hablando de todo, comparábamos las enseñanzas que recibíamos: yo en el colegio de Puerto Súngaro, y él en el colegio de Lima. Pero al final se dejaba vencer por mis conversaciones y nos dábamos que nos encontrábamos hablando de literatura.
Así fue, así pasaban los años. Y cuando terminé la secundaria, tuve que dejar Puerto Súngaro. Chinto ya había dejado de venir al pueblo. Habíamos perdido el contacto, pero jamás la distancia pudo borrar los recuerdos. Solo a veces oía decir que Chinto había logrado ingresar a la vida militar, me llenó de emoción. Por otro lado yo luchaba por culminar una carrera universitaria.
Nos encontramos hace dos años, nos divertimos como dos adolescentes de esos años, conversamos de todo. Y ahora extrañar se vuelve pesado. Jamás imaginamos que la muerte le estaría esperando en la otra esquina.

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